Estamos asistiendo al siglo de oro de una burguesía que al fin ha conseguido librarse de las rémoras aristocráticas que otrora le sirvieron para legitimarse
Esperando a los bárbaros que ya estaban dentro. La buena nueva de la postmodernidad vino a sacarnos de la esquizofrenia que acarrea la sospecha y de ahí ese aire de salud mental con que se presentó: abajo las cadenas, todas las legitimidades son válidas porque no existe ninguna. Si la condición de la vanguardia consistía en llevar una posibilidad hasta su extremo, ahora se trataba de llevar la propia imposibilidad hasta sus límites y mostrar así que estos no existen. El sueño de mayo del 68, pidamos lo imposible, se ha cumplido. Todo es posible: el narrador fiable, el narrador que desconfía y el narrador que desconfía del narrador que desconfía. El deconstructor que me construya buen reconstructor será. Pero la falacia de la postmodernidad es que no todas las legitimidades son posibles, pues en la postmodernidad tan sólo una es real: la legitimidad del mercado, que a la postre se muestra como inservible porque las mercancías otorgan beneficio pero no pueden legitimar aquello –el arte, la cultura– que precisamente se autorreferencia como el plus que ninguna mercancía alcanza.Estamos asistiendo al siglo de oro de una burguesía que al fin ha conseguido librarse de las rémoras aristocráticas que otrora le sirvieron para legitimarse. Ahora sí, ahora el contrato es el único código de relación social, cultural, político que está mandando a la Estética al baúl de los recuerdos, allí donde habitan los quejumbrosos de la alternativa y de la noble autonomía del arte. Tanto hablar de la muerte del arte y de la desaparición del autor, y ahora resulta que el capitalismo se ha convertido en el más radical de los movimientos antiarte.